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Opinión

39 años del último cuartelazo

El 8 de agosto de 1983 se llevó a cabo lo que se denominó, de forma eufemística, “cambio de autoridad y no golpe de Estado”; sin embargo, fue decisión del alto mando del Ejército relevar del cargo de “Presidente de la República y Comandante General del Ejército” a José Efraín Ríos Montt por Óscar Humberto Mejía Víctores. Sin duda alguna fue golpe de Estado, pero las relaciones públicas buscaron jugar con el idioma.

MIRAMUNDO

El 8 de agosto de 1983 se llevó a cabo lo que se denominó, de forma eufemística, “cambio de autoridad y no golpe de Estado”; sin embargo, fue decisión del alto mando del Ejército relevar del cargo de “Presidente de la República y Comandante General del Ejército” a José Efraín Ríos Montt por Óscar Humberto Mejía Víctores. Sin duda alguna fue golpe de Estado, pero las relaciones públicas buscaron jugar con el idioma.

Como en estos momentos hemos llegado a polarizaciones y fragmentaciones absurdas con el único objeto de moldear la historia como sea más conveniente para determinados intereses, es conveniente recordar los tres motivos principales por los cuales el Alto Mando y El Consejo de Comandantes Militares tomó aquella decisión, conforme la proclama publicada en el diario oficial el 9 de agosto de 1983: “Primero. Que hemos analizado la situación creada por un reducido grupo que por ambiciones personales pretende perpetuarse indefinidamente en el poder. Segundo. Que hemos comprobado, que un grupo religioso, fanático y agresivo, aprovechando las posiciones de poder de sus más altos miembros ha hecho uso y abuso de los medios del gobierno, para su propio beneficio, ignorando el principio fundamental de separación de la Iglesia y Estado. Tercero. Que se reafirma la decisión de erradicar la corrupción administrativa en todos sus niveles”. También reafirmaron su voluntad para el retorno a la “Constitucionalidad democrática”.

La proclama fue firmada por 31 jefes militares, entre quienes sobresalen Héctor Mario López Fuentes, jefe del Estado Mayor de la Defensa Nacional; Byron Disrael Lima Estrada, comandante de la zona militar 11; Héctor Rafael Bol de la Cruz, comandante de zona militar 13; y Rodolfo Lobos Zamora, jefe de la zona militar 17.

Este documento nos debe servir para recordar cómo hace 39 años el Ejército decidió un relevo en la jefatura de Estado por razones que ahora, en 2022, parecen vigentes: el deseo de perpetuarse en el poder, la invasión de la religión y fanatismo a esferas estatales y el combate de la corrupción.

Aquel 8 de agosto se llevó a cabo el último de los cuartelazos en la historia reciente del país, pero, además, se dio el empuje necesario para la instalación de la Asamblea Nacional Constituyente, la cual promulgó nuestra Constitución el 31 de mayo de 1985 y entró en vigencia el 14 de enero de 1986.

La actual cooptación institucional conduce a una peligrosa permanencia de dinámicas de abuso para la vida democrática, porque si no existen instituciones para limitar el ejercicio del poder público, el único resultado previsible es arbitrariedad y pérdida de las libertades ciudadanas.

En estos momentos hemos visto cómo algunos inescrupulosos líderes políticos tratan de adoptar discursos políticos para sus acciones de gobierno, tanto Bolsonaro en Brasil como Ortega en Nicaragua utilizan la dispersión de las iglesias protestantes para promover discursos anticatólicos y convertir los procesos electorales en esfuerzos plebiscitarios sobre posiciones con ribetes teológicos, olvidando, por supuesto, cómo Lutero y quienes vinieron tras él se opusieron siempre al abuso del poder en la fe, sobre todo cuando desde esa posición se obtenían jugosas granjerías.

Si no conocemos la historia estamos condenados a repetirla, y las repeticiones siempre son de forma más trágica; de allí que, sin importar la posición política que cada uno opte, sí debemos rescatar la proclama de aquel 8 de agosto de 1983, por medio de la cual se rechazó el uso de la fe para fines políticos, porque no existe posibilidad de ejercer y gozar nuestras libertades si quienes ostentan un cargo público se consideran enviados divinos y obedecer mandatos no modificables.

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