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Opinión

Reformas electorales y “reforma electoral”

Como era de esperarse, las reformas electorales propuestas por algunos diputados y recientemente merecedoras de un dictamen favorable carecen de sustancia. Se circunscriben a morigerar ciertas reformas anteriores que, según me parece, con cierto espíritu farisaico, exageraron la nota en diversos aspectos. Una sola de las modificaciones propuestas se salva de la superficialidad del conjunto, si bien su formulación parece incompleta. Se trata de la posibilidad de integrar listas abiertas para la elección de diputados.

AL GRANO

Comienzo diciendo “como era de esperarse”, porque los seres humanos se interesan en aquello que maximiza su utilidad. Es decir, actúan para mejorar su situación, para pasar de un estado de cosas dado en cualquier momento determinado a otro estado de cosas que les parece preferible. Y los representantes que han propuesto estas reformas y los demás que integran el Congreso de la República no son la excepción.

Como consecuencia de esa circunstancia, ciertas disposiciones prevén una fiscalización más laxa, otras liberan al Tribunal Supremo Electoral (TSE) de certificar lo conducente en caso de detectar la posible comisión de un delito, todavía otras flexibilizan lo relativo a informar de contribuciones a los partidos políticos, al igual que lo atingente a la propaganda electoral y los límites máximos de gastos de campaña.

Entonces, como la naturaleza interesada de la generalidad de los seres humanos no va a cambiar el próximo sábado ni cosa parecida, ¿nunca van a formularse reformas del régimen político electoral que convengan a la transparencia del proceso y la representatividad democrática? Realmente, eso depende en buena medida de hasta qué punto el carácter competitivo del sistema democrático, la madurez cívica de la ciudadanía y la llamada “sociedad civil” sean capaces de poner en evidencia los sesgos, abusos o inconvenientes de cualquier iniciativa que se promueva.

Teóricamente, el TSE debiera jugar en todo esto un papel de rector cívico y técnico; es decir, debiera pronunciar criterios oficiales que permitan al ciudadano medio entender mejor si sus representantes promueven una reforma que les facilite las cosas a costa de la transparencia del proceso o de la representatividad democrática o si se trata de propuestas razonables que, una vez aplicadas, traerán consigo mejores resultados.

Empero, las reglas de postulación y elección de los magistrados al TSE y su efímera duración en el cargo son incapaces de dotarlos de la independencia institucional necesaria para ejercer, con credibilidad, ese rol de rector cívico y técnico en lo que al régimen político electoral se refiere.

De esa manera, creo que la ciudadanía de Guatemala difícilmente puede tener expectativas racionales y razonables de que sus representantes e instituciones del régimen electoral vayan a promover la promulgación de reglas capaces de encauzar el proceso político electoral por las vías de la transparencia de los procesos electorales o para mejorar la representatividad democrática y conseguir que las autoridades electas gocen de legitimidad (condición sin la cual no puede conseguirse la estabilidad política).

Por consiguiente, creo que no son “reformas” superficiales lo que hace falta, sino una “reforma integral” puesta en manos de una comisión independiente de ciudadanos notables que sean dotados de los recursos necesarios para asesorarse de los estándares y prácticas reconocidas en las democracias maduras como capaces de conseguir dichos resultados. Esa comisión debiera producir un anteproyecto de Lepp y de normas de desarrollo que fueran objeto del más amplio análisis y debate públicos y, eventualmente, promulgadas por los órganos competentes del Estado.

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