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Opinión

La reina Isabel cierra una era de la Historia

El fin del reinado de 70 años de la reina Isabel de Inglaterra marca el cierre de una etapa de la historia del mundo. Su partida en el castillo Balmoral, en Escocia, uno de sus favoritos, fue el último hecho hasta cierto punto: en un lugar donde los equivocados sentimientos independistas aún permanecen, y solo dos días después de haberle ordenado formar gabinete a la nueva primera ministra Liz Truss, conservadora hoy pero luchadora en su juventud por la abolición de la monarquía.

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Durante quince ocasiones dio la misma orden, la primera vez con Winston Churchill. El mensaje “cayó el puente de Londres”, la clave para anunciar al interior del gobierno británico, sonó a las 16.30 horas de Londres e inició el planificadísimo protocolo hasta su funeral dentro de diez días.

En sus últimos años, la reina Isabel II fue presentada en su mejor papel: el de abuela y bisabuela. Las fotos la mostraron sonriente, pero también apesarada, derrumbada, con motivo de la muerte del amor de su vida, el príncipe consorte Felipe, para su funeral hace solo año y medio. Pero siempre mantuvo, hasta 48 horas antes de su partida definitiva, ese sentido del cumplimiento de su deber, y al mismo tiempo de mantenerse firme en sus gestos, como el saludo sonriente pero a distancia con su brazo estirado, al saludar a Truss. Ahora el primogénito Carlos, 73 años, ya es el nuevo rey de Inglaterra, con sus hermanos como testigos, al haberse reunido en Balmoral. La inminencia de la partida se evidenció cuando la BBC suspendió horas antes su programación.

Su vida tuvo etapas dolorosas y las supo sobreponer con estoicismo mezclado con la tradicional flema inglesa. Desde hace algún tiempo comprendió la necesidad de dar una válida sensación de cercanía con su pueblo y con sus admiradores y adversarios de todo el mundo. Se humanizó y probablemente su error más notorio fue al tardarse mucho para dar palabras de pésame por la muerte de Diana, la madre de dos de sus nietos. Los ingleses son quienes tienen el derecho de juzgarla, pero quienes la veíamos desde la perspectiva otorgada por la buena envidia del mantenimiento estricto de las tradiciones nacionales, desde hace algún tiempo comenzamos a comprender las dificultades de la monarquía en un mundo postimperial, y le tocó vivir la desintegración del británico.

Logró ser, sobre todo, el símbolo de unidad de Inglaterra, importantísimo en este mundo de desintegraciones nacionales. Su presencia estaba allí y ahora uno de los retos de Carlos desde cuando sea oficialmente coronado es lograrlo. Saludó a docenas de mandatarios y dignatarios, con la prestancia y circunstancia tradicionales, pero con una pompa menguante aunque evidente. La celebración de sus 70 años de reinado sacaron al mundo el nombre de Lilibeth, una cariñosa forma de referirse a ella cuando era niña. Todo eso ayudó a beneficiar a la Corona y su imagen. Al final mantuvo una independencia personal del peso de esta institución, con gestos y actitudes novedosas. De ello, creo, surgió la imagen ahora ingresada a la tan vieja y complicada historia de Inglaterra.

Hay un hecho innegable: es la última persona con un reinado de tanto tiempo e influencia y parte a la historia entre antes de Isabel y después de Isabel. Deja una herencia de ejemplo a todos los hombres, pero especialmente a las mujeres, de cómo comportarse, cómo merecer el cargo a través de la responsabilidad ejercida en todo momento. La última foto, hecha pública hace tres días, la mostró ya frágil pero sonriente, de pie, sostenida con un bastón y obsequiando una sonrisa afectuosa. Era la ya mencionada bisabuela y abuela cariñosa, humana, sin protocolos agobiantes, capaz de mirar a la realidad desde la cúspide de una montaña desde cuya cima se ve y se abarca en mejor forma el paisaje. Puede decir, con todo orgullo: Inglaterra, solo cumplí con mi deber.

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