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Opinión

Cambio para no cambiar

Este es, en mi opinión, el sexto septiembre desde que se consolidó el Pacto de Corruptos y el asalto final, o el más reciente, al Estado de Guatemala. Sexto año desde que se dio fin al intento de Estado democrático y de derecho, instalado en 1985, para consolidar el actual Oligonarcoclepto Estado de Guatemala, abiertamente antidemocrático y antidesarrollo, aunque se le mantenga el maquillaje previo.

CABLE A TIERRA

Seguramente, en unos años, los historiadores nos dejarán saber con el debido sustento científico y precisión analítica sobre este proceso que ya está marcando dramáticamente la vida no sólo de los 18 millones de guatemaltecos en el país, sino de todos aquellos que están siendo expulsados principalmente por la exclusión económica, pero también, crecientemente, por razones políticas y de vendetta.

Con respecto a las continuidades que unen una etapa histórica con otra, me parece que las más fundamentales están en el plano económico y en la estructura societal altamente jerarquizada, cuasi estamental y racista que configura la nación y la política guatemalteca desde sus orígenes. Esa estructura societal fue bien descrita por Edelberto Torres-Rivas en el paradigmático artículo sobre el “Edificio de Cinco Pisos” que publicara hace unos años. En éste, la sociedad guatemalteca es el símil de un edificio que fue hecho, desde sus cimientos, con muy pocas escaleras y ascensores para la movilidad social ascendente. Encima, los pocos mecanismos de movilidad que se han intentado construir, como los que tenía la Agenda de la Paz, fallaron precisamente porque se asentaron sobre cimientos de exclusión; sobre la convicción inamovible de que el Estado y la Nación guatemalteca son propiedad y derecho de unos pocos y no de todos. Tan franco y claro tenían el asunto hace ya 201 años, que, sin pena ni vergüenza, más bien, con total descaro, lo plasmaron en el Acta de Independencia.

En una sociedad y una economía cuyo diseño originario fue excluyente, extractivo y consolidador de privilegios en pocas manos (primero del Reyno de España, y luego, de la elite criolla independentista); lo que ha movido los cambios de coyuntura histórico-políticas en el país ha sido la pugna entre grupos de privilegio viendo cada quién de controlar ese Estado y sus riquezas naturales y de seres humanos para la producción. Las grandes excepciones del siglo XX, que pudieron representar rupturas históricas profundas con esa continuidad excluyente de los últimos dos siglos fueron la Revolución de 1944, la democratización de 1985 y luego, la agenda reformista contenida en los Acuerdos de Paz (1996); las tres, saboteadas justamente por su carácter renovador, democratizador e incluyente.

Así esa estructura de continuidad, aunque ha tenido variaciones en el tiempo respecto a motores de crecimiento económico y formas de hacer las cosas, se ha modificado poco en cuanto a quienes controlan que esos cambios no trastoquen la estructura originaria de privilegios y concentración de poder y recursos en pocas manos.

La coyuntura actual, de consolidación del OligonarcocleptoEstado, se marca por una mezcla parcialmente nueva de actores. Esto sí es una amenaza para ese statu quo. Si bien todos son aliados en el corto plazo, frente a un supuesto enemigo mayor, eventualmente, se disputarán la dominancia entre sí; así funcionan el poder y la ambición. No es difícil anticipar que esa pugna solo se hará más brutal y descarnada, y cada vez más ajena a las necesidades de la mayor parte de la sociedad. La mayoría, en cambio, seguirá atrapada en este edificio sin escaleras ni ascensores; algunos decidirán o podrán irse, pero para la mayoría, ni siquiera eso es posible.

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