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Opinión

El empedrado camino al infierno

Hay quienes machaconamente asimilan lo que ocurre en Nicaragua con lo que pasa en Guatemala. Afortunadamente estamos muy lejos del país de los Murillo-Ortega, y ellos lejos de Venezuela y a años luz de Cuba, dos sangrientas dictaduras olvidadas en esas comparaciones, porque han sido aceptadas por muchos como modelo político —especialmente la isla— y borradas como referente de autoritarismo y criminalidad estatal organizada.

MIRADOR

Hay quienes machaconamente asimilan lo que ocurre en Nicaragua con lo que pasa en Guatemala. Afortunadamente estamos muy lejos del país de los Murillo-Ortega, y ellos lejos de Venezuela y a años luz de Cuba, dos sangrientas dictaduras olvidadas en esas comparaciones, porque han sido aceptadas por muchos como modelo político —especialmente la isla— y borradas como referente de autoritarismo y criminalidad estatal organizada.

De hecho, parte de quienes condenan la política nicaragüense —con toda la razón— se olvidan de señalar con igual intensidad a la cúpula de la Iglesia Católica y su falta de reacción frente a la persecución que los Murillo-Ortega hacen de sacerdotes y monjas. Piadosamente —con argumentos que justifican el silencio— conceden el beneficio de la duda al papa Francisco porque “en su mejor inteligencia y actuar”, la postura que mantiene “pretende evitar males mayores”. Olvidan las matanzas en la Alemania nazi, y la falta de actuación contundente de Pio XII. La justificación, por cierto, fue igual que ahora; el silencio, similar, y los resultados son por todos conocidos. No actuó de igual forma, sin embargo, el polaco Juan Pablo II que confrontó directamente al liderazgo ruso, y con su decidida actuación en países bajo la influencia de la extinta Unión Soviética contribuyó a su desaparición. Quizá pese mucho que aquello casi le cuesta la vida, por haber enfrentado y afrentado a la cúpula comunista. Agreguemos que Juan Pablo II reprendió públicamente y suspendió al sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal —devoto del Teología de la Liberación y de la lucha armada—, y el actual papa Francisco lo rehabilitó. ¿Choque de visiones?

Por esta subregión, en particular, el silencio ha sido —y es— cómplice de innumerables crímenes. Algunas personas no denuncian por miedo y otras evitan nombrar directamente al comentar ciertas situaciones. No está bien visto señalar con el dedo a los corruptos, delincuentes, narcotraficantes o políticos mafiosos, porque te “juegas la vida” y, en definitiva, estas sociedades se mueven con el miedo entre sus pliegues, producto de conflictos pasados. Es cierta esa carga histórica, pero es momento de dejar de justificarse con el miedo que, por cierto, parece estar ausente al pasar semáforos en rojo, engañar a la SAT, votar a inescrupulosos, saltarse las filas, atropellar y huir o empuñar un arma y amenazar. Da la sensación de que únicamente se utiliza el miedo como elemento selectivo para no asumir la responsabilidad que toca.

El miedo empiedra el camino al infierno, y con cada falta de carácter —ciudadano, político o clerical— lo único que hacemos es dejar un espacio para que el malvado, que no suele tener miedo —o lo supera—, ocupe un espacio que debería vetársele. El Papa calla y el dictador se envalentona e irrumpe en la morada sacerdotal, y se los lleva; el ciudadano guarda silencio, y el político le roba paz, dinero y futuro. Y todo ocurre bajo el paraguas de la prudencia, “no vaya a ser que por actuar todo vaya peor”. La incertidumbre de una suposición impide actuar sobre hechos concretos, presentes y palpables que suceden, y personas mueren por ello, mientras los tiranos pasean por el mundo porque seguimos justificándolo por miedo.

Tengamos miedo al miedo y no nos escudemos en él para evitar asumir compromisos ni frente a las circunstancias históricas que la vida nos pone delante. Callar las injusticias, los desmanes, no enfrentar a las dictaduras o hacer declaraciones timoratas no es miedo, es huir de la responsabilidad, cuando no mostrar bajeza moral, cobardía y falta de carácter. ¡Digámoslo sin miedo!, y dejemos de escudarnos en una justificativa prudencia o respaldar a otros, aunque sea el Papa.

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